miércoles, 22 de diciembre de 2010

PROSAS APOTROPAICAS I (b)

Desnudó la lata nomás/ degolló al patrón que andaba por ahí haciéndose el desentendido/ con un gesto redondo del brazo/ como si señalara extensiones de tierras con el filo del caso. Vido que hubo que los parroquianos permanecían en su inmutable estadio de ebrios/ procedió a saltar en rango el mostrador y ahorcajarse a la hembra/ gorda/ buscando el hoyo con desespero de amante subitáneo/ otra que embreado en agua fresca/ era de ver cómo se refocilaba/ nomás el rostro retorcido de gusto bastaba como botón de muestra./ La Santa, La Lucía/ era toda ella un abrojarse toda/ había agarrado desde el vamos y aún denantes lo venía desiando./ Y ahora sí, que tenía literalmente de las bolas agarrada la oportunidad/ como agradeciéndole/ se meneaba como una posesa, como un perro escurriéndose lo mojado. Resulta que el Patrón años hacía que no la tocaba ni con un palo/ un mamporro de cuando en cuando era todo el cariño que le daba./ Así es que venía arrastrando la calentura la pobre / paliándola imperfectamente con el pico de una "Carlos Gardel" caña quemada, con la etiqueta torcida en un rictus poco menos que monstruoso-maomeno como debió quedarle la geta a Don Carlos después de su itinerario colombiano.-Me maldigo, no vayan a crer, por hablar del desta suerte-Pero no había, para una dueña robusta y aguantadora, dureza comparable a la torcida enhiesta de un hombre macho por donde se lo mirara, forzando una prienda ajena; y bien valía toda esa berenjena la muerte de alguien tan insignificante como ese gallego amarrete. La paica arpovechó, en medio de los arrebatos y las pias exclamaciones para manotear las llaves del bolsillo de su dijunto marido/ ahora podría, y eso era parte de la gratitud somática que evidenciaba la condenada al orgásmo, liberar de todo cautiverio a la hija pequeña de entrambos, que el viejo sorete se reservaba, bajo cinco candados, de tranquera, los grandes, para todas las noches un rato. Solía garcharla a hora de la siesta, cuando las nubes, como suave algódon pinchando la mano de un negro transpirado, daban tregua a la horneada que se pegaba uno bajo los techos de cinc en las dependencias del rancho.
Soñaba, haciéndose sangre en la mano de tanto que sujetaba las llaves, curarla con mimos y cataplasmas y agua frasquita de cisterna, de todos esos repetitivos vejámenes, de las paspaduras permanentes, incluso sonsacárle los recuerdos a trompadas de la memoria, si fuera necesario.
Los Gatos Fiambreces, por qué no, tambié hinchaban las bolas y comían mientras tanto, atascándose de tucas de los puchos aplastados contra el suelo, brilloso y apisonado, con sus suelas de soga pulida por el tránsito. De vez en cuando recibiéndo la imperfecta patada de un borracho, resucitado quién supo núnca por mor de qué abstrusas filtraciones, y que se la tomaban con esos pobres y desflecados animalitos de Bosnia/ uno negro otro no tanto/ creyéndolos la encarnación maniquea del Majuijua, el demonio de los caminos, el que agarraba a los empedados y se los llevaba de las patas a mascárselos en la cueva umbría que tenía por casa./ ¡Gatos de mierda!/ era el aserto típico, la sentencia/ por si alguien los había visto chingarle/ pero es que los Fiambreces estos eran expertos en transmutar cualquier golpe, por sobrio que estuviera el tipo, en una mera, inelegante finta apenas. El borracho rumbeaba pa´las casas, descaminando su sueño, epantándose lerdos los tábanos, poníendose en pie si se había caido, propiamente como resorte, y enfilando otra vez lo seguro de la huella, acaso lo único seguro que le había tocado en suerte en esa vida de perros./ ¡Gatos de mierda!/ se iba salmodiando.

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