jueves, 30 de diciembre de 2010

A MÍ, BONNARD



Realizar mi pequeña , humilde y enamorada versión de "Desnudo en la bañera" de Bonnard (1935), me permite acercarme un poco, si bien valiéndome de lápices y tintas (no de óleos), a los problemas del cuadro más que a su belleza evidente; me refiero a los problemas que resolvió.
Para nada me deshechiza del impacto inicial, porque simplemente ni siquiera se acerca a la alegría que debió haber sentido cuando tuvo toda esa idea bailándole en el ojo y después mordiéndole prepotent las yemas desde adentro.
Ahora que lo veo en la pantalla noto que falta la gradación de azules entre uno y otro lado de las baldosas, es muy abrupta la falencia.
Algo mágico que sucedió hoy a la mañana: ya concluido el tabajo con los lápices (ayer), emprendí la tarea, con la reproducción delante, de entrarle a las tintas, pero sólo cuando utilicé el blanco para suavizar e iluminar algunas zonas pudo verse el motivo del cuadro, antes prácticamente era imposible adivinar, desde lejos, que se trataba de una mujer en una bañadera. Pero luego de eso y de algunas estratégicas pinceladas negras (aún faltan algunas, la pantalla me sirve para verlo, así como miro mis dibujos en un espejo para encontrarles defectos) todo se reveló en bloqué, cobró cierta prestada armonía (excepto las baldosas, quisiera dejar de escribir para solucionar esa basurita en la córnea) y delató la sensibilidad increible de Bonnard, capaz de sobrevivir a las más inhábiles traducciones.
Al mediodía debí sacar las patas del dibujo, tánto había estado haciéndo lo mío en él, usándo el suyo como patrón, hacía mi cuadro, es mío, me reconozco en él, veo el sucio milagroso pulso de mi mano derecha. Desde chico, como a todos me gustaban los libritos para pintar, y encontrar el diseño, a veces demasiado obvio, ay, que se escondía trás los encadenamientos de los números. Creo que sobrevive algo de eso, pinto mis dibujos como si los hubiera hecho otro, pero a veces tiemblo ante la idea de perjudicarlo con errada paleta, de que desaparezca su osamenta de trazos dubitativos bajo el colorinche innecesario. Fué el riezgo más grande que tomé al respecto, en cada ocasión mandarme, aún con el monstruito negro, acaso insignificante de la posibilidad de estropearlo. Empecé a pintar de grande, siempre dibujé, siempre, y núnca soy más feliz que con una hoja blanca y un lápiz afilado entre las garras, pero el color enloqueció todo aquello que pareció ser no otra cosa que las peleas preparatorias, medio jugando del cachorro de león, para poner los músculos del futuro adulto en forma. Es una broma por supuesto.
Siempre se va a notar el lapiz debajo en mis dibujos, es una desprolijidad que cobró entidad propia, tributo a la devoción por esa casualidad primigenia que saca las cosas de la nada y su galera multiforme.
Copiar cuadros de otros es un entrenamiento sobre cómo deshacerme de la prepotencia de la línea negra para ver. Romper la membrana protoplasmática del fantasma que conlleva cada color.
Dejo de hablar porque por todos lados hace agua la prosa. ¡Salve, Bonnard!- aunque sólo sea por que me calle.

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