“but there´s no hand
To take me home”
Robert Lowell
Andar solo, siempre solo, es algo, carajo, difícil de sobrellevar para el caminante. El vagabundo de los bosques, sentado sobre una piedra helada y húmeda, acerca las manos a la ceniza caliente de un fuego del que gozaron otros hombres que dejaron alrededor las huellas de sus cuerpos tendidos y restos de piel y grasa del almuerzo.
El aire huele a pantera.
Levanta la vista cansada hacia las copas de los árboles donde los extraños habrán posado, hasta rendirse al sueño, ojos aborregados por alcoholes de pésima calidad.
El paisaje carece de importancia.
Mastica un poco de los restos, fabrica saliva, engatusa el hambre que siempre es excesiva, como demasiado para un solo hombre; mira lo lueñe, como si lo hubiera, como si existieran las distancias es ese mundo de hojas estorbas y añagazas de toda índole. Olor del humo, acerca algunas ramas, nunca del todo secas y revive una pequeña flama de los rescoldos. Arroja encima, desollada a cuchillo, una rata de río que traía en el bolsillo de la campera. Silba una canción que le produce nostalgias de una infancia imposible; acaso no siempre fuera el caminante, el bosquimano, el ciruja, el incalificable. Cuántos años hace que no cruza palabra con otro de su especie; imposible recordarlo, quién llevaría semejante guarismo en la cabeza, ocupando su cerebro, sediento de luminarias, en esas sumatorias idiotas.
El bosque parece no tener fin, ser infinitos imbricados bosques, uno encimado al otro como tejas; nada se repite aunque parezca, siempre se está en presencia de lo otro, otro es el suelo que el paso siguiente pisa: el vagabundo encuentra una casa, una choza. Sus botas enlodadas resuenan en las tablas de la entrada, como golpes dados desde el interior de un instrumento de cuerda.
Huele, y eso de oler así, con los ojos entornados, es una costumbre animal que el propio bosque, ese continuum invariable, le fue contagiando: identifica partículas de adrenalina, de semen, de testosterona y, lejanamente, como un eco inextricable de hembra joven.
Hay una lata humeando en alguna parte, escupe sobre la resina que hierve, el gallo se fríe en las brasas de trementina. Qué cansancio, milenios tantos, carajo, pesan sobre sus párpados gruesos como pétalos tropicales. La humedad del bosque circula entre los huesos de esponja en lugar de sangre y ya casi ni sueña; apenas unas imágenes imprecisas que le espantan el verdadero sueño y se dispersan como mosquitas de mingitorio, cuando sus ojos barren la mierda del nuevo día, en tanto despierta.
Ama toda esa inmundicia, no podría, acaso sí, acaso podría, vivir sin ella. Se recuesta en el colchón de paja repleta de parásitos, suelta el aire, se mesa la barba, quizá la rata estaba envenenada; a veces vienen cosas oscuras en el agua, hilillos de diesel o deletéreos jugos de animal corrompido en alguna de sus orillas, retenido talvez por las lentas ramas que se sumergen: la rata abreva con su sed de rata y en el bosquimano enfermo culmina la cadena.
Se diría que la naturaleza busca al hombre para anularlo, darle, en la cerviz, el golpe de gracia, palo y a la bolsa, que no quede uno sano no quede. Pero el bosquimano sabe largamente lo que vale la roña de sus congéneres; se observa las manos, esas uñas capaces de abrir un jabato de medio a medio y pelarlo como un durazno; sensibles a su vez, oh manos músicas, a la primera piel del agua, a la melodía de las gotas que se escurren al salir de ella, notas solitarias, dejos temporarios.
Está mareado, la peste produce algo de alegría en la carne, una sonrisa estólida, el deseo de morir de euforia; la muerte intoxica más que el miedo y las noches floripondias. Delira, y en su delirio figura una mujer, un ser Madre que le enjuga la fiebre con un trapo de agua gélida. Sus pechos huelen a leche agria, son grandes, de nodriza, enormes. Es vieja como un mono, y lenta y segura como una noria, sus movimientos caen donde deben, de una forma necesaria como las revoluciones solares y sus maneras no tienen historia.
Le da de beber algo, acaso sus propios orines minerales enfriados en la ventana, lo besa ruidosa y lenguadamente en la boca, un poco aprovechándose de la laxitud de su condición: sucede o es memoria, es ocasión antigua, por tanto un poco imaginaria también; Bosquimano no nota la diferencia, carajo, pero qué importa, si el agua del trapo, fantasma o no, samaritana, le baja la fiebre, y es una sensación adorable.
La Nodriza machaca unas flores, unos seres en el mortero dorado; escupe dentro y macera; aplica el emplasto en el pecho del enfermo, en su frente, en las ingles y sobre algunos sectores más donde los poros de la piel del delirante se han abierto, producto de la copiosa exudación, como esporangios de los helechales. La medicina gana rápidamente el torrente sanguinario (sic) y sobreviene el sueño.
Un sol calado por sucesivos cernedores de hojas se clava como espinas de cacto en el único ojo espabilado del convaleciente, y un poco en lo ajado de sus labios. Le raspa la garganta: cuánto hace que no habla; quizá ni le salga ya, una voz; un poco de miel de avispa, un poco de oro licuefacto, de panal y se le animaría; pero con la gargantilla espina y porca ni pensarlo; quizá hasta se rompa algo, una pieza fundamental para quién sabe qué maniobra, como finísimo cristal de ampolla medicinal.
Dónde estás Nodriza, madre argumental; dónde, con la supuración calostra de tus pezones masticables. Ni el grillo, nadie. La casa chorreando agua, cristales de humedad cundidos por la luz de la estrella diurna, collar de melones, levantar la cabeza.
Fuera, otra vez el abstruso mundo, el bosque, la cantinela de los pájaros entramando su tela de araña para los tímpanos; y el alma, una bolsa de nylon remontada por el viento.
Se rasca la cabeza, siente el ras-ras dentro del cráneo.
Son los hombres que vuelven, los humanos, y cada uno que pasa a su lado lo saluda con una inclinación de la cabeza; son más bajos que él; sólo el último le toca el hombro, lo invita a pasar, y le pregunta si se siente mejor; responde con una tos, una carraspera: mejor, sí, mejor. Se sientan todos en el suelo, él aún sorprendido del sonido de su propia voz; preparan una bebida caliente que beben en latas de conserva. El vagabundo observa sus cuerpos moviéndose, sus risas espontáneas; recibe y recicla la evolución de la charla, el perfume repelente de sus alientos, como brisa del véspero. Llora algo, de una emoción extraña. La bebida lo enardece, es cierto, pero aunque temple sus cuerdas vocales, no es eso; poco a poco participa en la conversa. Se trata de leñadores, asesinos de bosque, alegres mercenarios a sueldo de constructores de casas, de barcos, de muebles, de escarbadientes o simple leña destinada a mantener temperados los cuerpos de hombres que deberán sudar en lo suyo para hacerse con ella. Pero ríen, ríen como niños barbudos y encebados. De uno en uno van quedando dormidos; el bosquimano cabecea pero permanece despierto, ha tomado una resolución terrible.
Hay algo fuera, lo sabe ni bien pone un pie en la tierra apisonada, algo escondido que lo observa; el vagabundo sabe de qué se trata, lo sabe de sobra; su vieja enemiga, la enviada del bosque, la del trabajo sucio, la fiera negra.
Vuelca brasas de la lata en el suelo, arrima pasto seco, enciende un pedazo de trapo atado a un palo; lleva la flama hasta el techo de la choza y observa hasta que prende, renuente al principio, luego declarado, rugiente.
El bosquimano se interna en la espesura, sabiendo como supo siempre que ha sido hallado por la pantera; huele su expectación, su impaciencia, tiene un cuchillo grande en la cintura, pero no va a usarlo esta vez. De alguna oscura manera sabe que llegó su hora, y que el bosque nunca se equivoca, porque todo es él.