Los ojos de ese color apenas de los pétalos de las dalias
secas, atravesados por el sol enfrascado de la cocina, fuma sentada mientras
observa la tierra infértil, fea, del piso del patio levantado por los albañiles
esa mañana. Estas últimas semanas son ahora una sustancia nebulosa, no cierta,
probablemente el último tramo de esa vida con posibilidad de fuga- no que la
puerta esa se haya cerrado definitivamente, pero sí la especulación permanente
con su uso inmediato al primer conflicto que surgiera con él- cuando el
bailarín que compró el sótano vino con el planteo y la cuestión de las manchas
de humedad, las filtraciones y las cucarachas grandes como platos, y la
arquitecta trajo las muestras de baldosones con que reemplazar los originales, su cuerpo
ingrávido, elástico y fácilmente mudable, se vio sujeto como una mosca en el
aire; todos, la arquitecta, él, el bailarín, la interpelaban o interpelaban
algo que se suponía ella ponía frente a sus bocas como cuerpo de alguien, como
su representante en la tierra, en el suelo levantado; era hora de instalarse en
su propia forma o huir, no ser vuelta a ver jamás de los jamases.
La decisión de inmiscuirse en la elección de unas baldosas
alternativas, mejores, que mantuvieran el valor de la casa, unas con zarcillos
art Nouveau –esos últimos días se había vuelto una experta en la porcelana
jerga- tejía unos hilos más profundos que aquellos que delataban las magras evidencias: era una experiencia
solitaria, su vida siempre había sido una experiencia solitaria, su fantasía de
salvoconducto, algo mágico que la sacara de un juego que podía volverse más
monótono y podrido; y seguía siendo así mientras observaba esos cuadrados de
cemento pintado que le mostraba la vendedora y cotejaba precios y los consultaba
con él, porque el bailarín se hacía cargo de los baldosones feos, pero ella
quería un suelo para echarse, un suelo para duplicar con ojos de una miel más
pura la profunda insensibilidad de esos cielos que irían rotando a partir de
entonces, sobre su cabeza, con aire de mutantes e ínfulas de eternos.
El amigo le había
contado la tarde anterior cosas de años, y ambos las habían contemplado con
incredulidad y amnesia; no podían creer en ellas, ni siquiera que hubieran
sucedido del todo como esas cosas que se quiere definitivas; eran poros de
información, guarismos precarios, fuera de forma; quiere decir que los músculos
que los mantenían funcionando, roídos, o pasados por alto, se habían ido
desintegrando en pequeñas implosiones de olvido, dejando esas entidades
inválidas por todo saldo: recuerdos, datos, falsificaciones del sueño y la
memoria, demasiado sofisticados para el juego de la vida diaria.
Con los ojos como
pétalos secos y el suelo levantado, a través del humo asiático de su cigarro
ella sonríe con amargura suficiente para
crear un mundo novedoso y estable; el buraco para escapar tapado con estantes
de libros y chucherías que se fueron juntando. Se pasa la mano por los párpados
cuando oye la llave de la puerta, borra esas pupas de luz que delatarían el
lugar donde se encuentra, el pozo donde su transparencia se esconde de caricias
y de fantasmas.