El tal Rolla tenía un problemita, vamos a decir, mental. Si se concentraba lo suficiente, esa clase de momentos en los que uno se “cuelga”, aquello que pasaba entonces por su mente, se traducía en hechos de la realidad; quiero decir que sucedía. A veces tal cual lo soñaba despierto, otras modificado de alguna manera, traducido, malinterpretado.
Voy a poner un par de ejemplos (aunque odio los ejemplos, no son nada, son tergiversaciones) para no seguir parloteando in abstracto: en cierta ocasión se hallaba el Sr. Rolla sentado en su sillón habitual –tengamos en cuenta que se trataba de un hombre soltero como un poste de luz y vivía en idéntico aislamiento respecto de los de sus especie- mirando en la tele un programa baladí, de esos destinados a llenar de culpa cerebros más o menos desarrollados –tal la masa encefálica del bueno de Eduardo Rolla que realizara, a su tiempo, estudios terciarios de decoración de interiores y jardinería aplicada- pero mirando sin mirar, mirando como quien mira, cuando imaginó –usemos esa palabra- al encargado del edificio siendo descubierto , en flagrante delito, por su esposa, en los aposentos de la chica del 3ºE. Tal cosa ocurrió, estaba ocurriendo, de hecho, mientras, los ojos abiertos, lo soñaba, su mente bubónica. Cualquiera podría decir que él no provocaba estos hechos, sino que, merced a una de las probadas presciencias de la naturaleza, los VEÍA, o, en su defecto, las ADIVINABA; y estaríamos dispuestos a dar la derecha a tales aseveraciones si no fuera por el expediente de un pequeño detalle a tener en cuenta: el hecho de que a la mujer del encargado le estallara el arma en la mano al apretar el gatillo fue un ADORNO de Rolla, algo que se le ocurrió a propósito para enriquecer la trama.
Cabría aceptar entonces, que, si bien el Sr. Rolla no provocaba directamente los acontecimientos que “imaginaba”, era capaz de modificarlos con su mente, agregarles cosas.
El otro ejemplo que me gustaría consignar en este breve informe, sucedió en una plaza de las inmediaciones de la vivienda donde el Sr. Rolla cumplimenta, o cumplimentaba hasta hace muy poco, una existencia vegetal; se hallaba sentado en uno de los tantos e indistintos bancos, alimentando a las palomas que se apiñaban entre sus piernas flacas, con la corteza del pan lactal de los sándwiches de su magro almuerzo de rumiante apático; la mirada de no mirar nada en particular, abstraída, abúlica, fijada en un granado ornamental, cuando lo asaltó una imagen: las palomas ascendían en ella como tiradas por una piola, un sacudón brusco y desaparecían, de una en una, en el aire.
De haber sucedido tal cual la cosa, no habría preocupado a nadie, más allá de alguna de esas asociaciones colombófilas que nunca faltan, y mucho menos figurado en los diarios del día siguiente. La cuestión fue más grave, porque se trató de una de sus Imaginaciones Cambiadas; quedó pasmado al ver cómo subían uno a uno, disparados como cañonazos al cielo, los niños de la plaza; arrancados, a veces, de los brazos de sus madres, o chupados de un partido de fútbol, o con la palita y el balde aún en las manos, dejando una inmaterial llovizna de la arena de sus ropas por toda secuela, durando más que su imagen.
Todos los niños de la plaza desaparecieron ese día como por arte de magia, decenas de madres se enteraron luego, decenas de otras quedaron atónitas observando el vacío celeste.
Nunca alcanzó a saberse con certeza qué causó aquello; por supuesto menudearon las teorías sobre visitantes de otros mundos y unas cuantas fabulaciones, salidas por la tangente, de imaginaciones prefabricadas y obvias.
Quien no pudo recuperarse su el Sr. Rolla, el asunto fue demasiado para su alma. Se sintió penalmente responsable; y me veo tentado a creer que en ciento modo lo era.
Sus esfuerzos se centraron por esos días en imaginar cosas que él consideraba buenas, realizó en esa dirección algunos ejercicios, como por ejemplo: cuando andaba una niña por la calle el provocaba la apertura de todas las rosas de un jardín a su paso; las primeras veces sucedía tan rápido que los pétalos se dispersaban por el aire como naipes mal barajados. Quitaba del paso de las viejas charcos y cosas resbalosas; guiaba con la mente taxis hacia esquinas donde la gente que los esperaba podría haberse quedado mirando toda la noche sin suerte. Esta especie de Imaginación Positiva mejoró en parte su ánimo, su sentimiento de culpa y el resto de una vida que uno podría, desde afuera, considerar inmunda: mejoraba, desde su cama, imaginando caras de gatos en el machimbre, la ejecución del instrumento de la inexperta violinista de dos pisos abajo, un poco para favorecer la armonía del edificio, guiaba los deditos finos de la intérprete sobre el sedal que sobrevolaba los trastes.
Intentó imaginar algo bueno para sí. Imaginó que recibía un beso divino de la muchacha que ponía en condiciones su departamento dos veces por semana. Pero fue un beso tramposo, peor que robado; el amor no podía ser imaginado, y menos así. Se sintió miserable y echó a perder su “don”.
Al poco tiempo desapareció Rolla, quizá, distraído lo imaginó así, se descuidó y deseó estar lejos de ahí, y quién sabe dónde es lo suficientemente lejos para un corazón como el de él; para no dejarse ver el pelo nunca más; quizá hasta lejos de sí mismo, disparado como uno de sus niños celestes, desvanecerse desvaneciendo todo lo demás a su alrededor, incluyendo a este vecino buchón que prepara una foja de cada quién para regar a su majestad policial de la necesaria y vital información (sin la que).